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19 de Mayo 2002

Ideas y canciones

Debo estar equivocado
(I Might Be Wrong/Radiohead)


Wong!.JPG Debo estar mal. Juraría haber visto una luz venir hacia aquí. Estoy… de pie, frente a una enorme puerta de madera. Un ojo de cebra está incrustado en el centro a manera de timbre. En medio del bosque de los enigmas. Una joven alta, germánica, aparece de entre los arbustos cercanos y me ofrece un poco de la avena que lleva en su canasta. Escucho algo sobre mi cabeza, miro hacia el cielo y un albatros pasa. Regreso la vista al piso y veo que en su sombra, el ave se ha llevado a la muchacha. Me inclino intentando acariciar una flor de olvido, pero una piedra adyacente gime de manera estrepitosa y deja escapar una ventisca, semillas de pirul, plumas de jilguero y un tomo bellamente encuadernado de La Desaparición de las Especies. Entonces sé que me encuentro en el lugar indicado. Presiono el timbre y al mismo tiempo empujo la puerta. Adentro, la joven de hace unos momentos se encuentra en medio de la antesala, convertida en un árbol seco, pletórico de crujidos y de sombras. Asoma una de sus escasas ramas al río que nace al pie de la mañana. Las paredes de la estancia son libreros móviles, giratorios; a cada revolución uno se encuentra con ejemplares diferentes en cada uno de los anaqueles. Esto significa que cada vez que los libreros se encuentran frente a mí veo libros que sólo conoceré en ese preciso instante, y puedo tomar allí mismo la decisión de tomar algunos o dejarlos ir… para siempre. Camino frente a ellos. Abrirse, comenzar de nuevo, Tomo uno al azar. Las paredes desaparecen. Sólo me fue otorgada una decisión. Si he tomado el libro equivocado no hay vuelta atrás. ¿Y si estoy mal? Abro al azar, leo:

“El piso de este bosque está cubierto de cartílagos, arañas y sapos. La intensa viscosidad del ambiente recuerda los siglos transcurridos en las selvas de Birmania. La dinastía Pagan subsiste hasta 1287, cuando Birmania es invadida por las hordas de Kublai Kan. Es entonces cuando se desarrolla un nuevo tipo de polen en la región, utilizado para fertilizar a las mujeres mayores de sesenta años. La gestación llega a durar hasta tres años, y de aquí que los navíos actuales tengas forma de pico de pato…”

Cierro el libro. Ante mí, aparece un cristal en lugar del muro-librero del que saqué el libro. Veo a través del cristal una calle de Ámsterdam. Veo un hombre calvo saliendo de su casa. Veo a otro personaje acercándose por detrás del primero. Debo estar mal; al instante que escucho una detonación, una luz viene hacia mí.

Estoy en el país de la desolación.



Quiero que sepas

(Knives out/Radiohead)

Quiero que sepas que él nunca va a volver. ¿Desde cuándo te lo vengo diciendo? ¿1999? Puedes tomarlo como cualquiera de sus variantes: Él está ahí, en su casa, harto. O él está ahí, en la tumba, muerto. La avenida principal se encuentra habitada por enormes ratas. Pero a ti siempre te han gustado las tripas: Te han parecido sinceras, con una suculenta viscosidad. ¿Por qué no soportas las tuyas cuando las tienes en las manos? No mires hacia abajo. Sólo siéntelas. Además no hay razón para desperdiciarlo. Las ratas son voraces. Pero él todavía está hinchado y congelado. Cómetelo. Recuerda que ellos muy buen pudieron haberte matado al nacer.


Fragmento de “Un final”
(Drive/R.E.M.)

“No pienso dejar de escribir” pensaba en ese momento. También pensé “qué ciudad tan asquerosa”. Estaba saliendo de la ciudad de México, por la carretera a Toluca, octubre de 1998. Hacía 15 años que no regresaba a la ciudad de México y en ese momento mi paso era trasladarme de una terminal de autobuses a otra, y salir hacia la carretera de pinos. Cerraba los ojos para mejor recordar o mejor confundirme en un sueño lúcido acerca del clima y del paisaje que aún percibía a través de mi infancia, de un sol que nunca existió (o nunca recordaba) cuando tenía nueve años. Y en ese momento, así, con los ojos cerrados, seguía pensando… tanta concentración para corregir una y otra vez lo que estaba escribiendo, para hacerlo más digerible, para que comprendieses… pero ¿era necesario que comprendieras? ¿Que conocieras todos los pormenores de la historia? Además de innecesario, era imposible. Después de todas las correcciones sólo te quedarías con un fragmento. ¿Para qué querrías conocer los detalles? Y yo también, ¿para qué querría conocer tus detalles? Siempre nos quedaríamos con esta imagen incompleta, arrastrándonos a tientas, en un peligroso acto de trapecismo al tener que tomar estas decisiones contando con tan escasa información. ¿Me voy o me quedo? Apenas hace unos días me decías que de las palabras y los actos nada queda, pero ¡qué diablos! Me parece justo que alguien cuenta la historia o haga una historia de todo esto; no tanto por lo que pueda ofrecer al probable lector, sino por lo que pueda ofrecerme a mí mismo. El acto esencial, el acto puro entonces sería la práctica del egoísmo. ¿Me voy o me quedo? Unos días atrás me decías: “Sé que algún día te irás” y “no quiero arriesgarme a que un día te canses y me dejes”. Si hubieras sabido que en aquel momento dependía de tu decisión. Sin embargo, rápidamente aprendí a considerar lo que era bueno para mí, y no sólo lo que era bueno para ti. ¿Y si me hubiera quedado? No.

Había frío. Anochecía. Estaba en la carretera a Toluca, entre los pinos otra vez.


Cantos y danzas
(Los cantos y danzas de la muerte/M. Mussorgski)

Era la época en la cual los primeros cruzados sitiaban a los infieles en Tierra Santa: Las madres acorraladas, en absoluta desesperación, mataban a sus propios hijos antes de dejar que lo hicieran los cristianos.
Un cuerpo atravesado por una espada, ¿se desvanece simplemente? ¿Alguien sabe si los últimos estertores son en realidad un baile, una coreografía macabra? ¿Alguien sabe si un grito de agonía es un canto en una lengua desconocida?

El tiempo es extraño para nosotros
(Slug-Your blue room/Passengers)


Estoy sentado en una banca aquí en la plaza, hace calor y tengo otra vez esa sensación de que podría estar sentado durante muchos siglos sin inmutarme, inmóvil, tan sólo pensando. Tengo que hacer un enorme esfuerzo de concentración para pensar con claridad y por eso no puedo ocuparme en otra cosa. Tengo tantas cosas para meditar que me estoy aburriendo. Estoy pegado literalmente a la silla, me es imposible levantarme por el tremendo lastre que representan todos estos pendientes. Lo primero que vine a hacer es a enumerar en orden de “presencia” en mi memoria, a todas las personas que me han tenido ocupado en los últimos días. Entre ellas no me encuentro yo, y no sé a qué clase de patología o defensa corresponda esta idea, pero por más que lo pienso llego a la conclusión de mi absoluta e inmanente felicidad personal. Nada hay que me preocupe con respecto a mi persona; no deseo más de lo que tengo. La revista ha entrado en su etapa de decadencia desde que aquellos dos terminaron y creo que por eso nos sale cada vez más deprimente; cada vez mejor. Las cartas no dejan de llegar, y no me sorprendería si me enterara que alguien se mató después de leernos.
Respecto a mi lado emotivo, no quiero tampoco a nadie, y cuando digo esto, quiero decir que no deseo “poseer” a nadie. Este desprendimiento de cosas y personas me permite también estar a gusto con mis momentos de tristeza y soledad, con mis temores e incertidumbres. Tengo salud, música de violines, un poco de dinero, techo y comida, todo en la cantidad suficiente para no pasar penurias. Tengo acceso a internet, y a esta libreta, y tengo ojos y manos para poder escribir. No quiero más. Y tal vez por eso me ocupan dramas ajenos de los cuales muy bien podría prescindir. ¿Por qué me preocupas tanto? Tengo la frialdad necesaria como para racionalizar mis pensamientos y decidir que no tengo nada que ver contigo, que nunca lo tuve, y que no tengo por qué obsesionarme con tus problemas. Pero allí está tu imagen, insistente, como para demostrarme que en realidad sí quiero poseer algo. ¿Puedo manejar el bisturí con la suficiente destreza como para evitar esta incongruencia, o me temblará inexorablemente la mano? ¿Puedo encontrar una explicación satisfactoria para esto? Junto a mí, un afanador vacía el recipiente de basura que se encuentra a mis espaldas, y descubro que el imperativo “debes encontrar una explicación para esta incongruencia” es un pensamiento irracional. Primero, porque nada me obliga a buscar una explicación para todos los pensamientos que me asalten; segundo, porque estoy presuponiendo la existencia de una incongruencia en donde tal vez no exista tal. “No quiero poseerte, no te necesito para vivir” no tiene porque entrar en conflicto con “paso mucho tiempo pensando en ti y en lo que te pasa”. Simplemente puedo darme el lujo de dejar que mi cerebro se ocupe en lo que mejor le plazca, ¿o no? Trabaja demasiado el pobre, y creo que se lo merece en cierta forma. Ahora bien, si me preocupas tanto, ¿por qué no hago algo al respecto? Estoy en un impasse por razones más que suficientes. Antes que nada, no quiero actuar tan sólo para tranquilizar a mi “conciencia”. Quiero estar seguro de no hacerlo por eso. Otro motivo es que tú misma me has detenido; me has pedido que no me preocupe por ti, al menos que no te lo haga saber...y fuiste tan convincente que he quedado paralizado desde entonces. Este motivo se conecta directamente con el tercero: No quiero bajo ninguna circunstancia aumentar tus propias preocupaciones. Estoy deliberando en el breve espacio de tiempo que me es concedido por el “si dudas, no actúes hasta despejar la duda”. Estoy tratando de despejar la duda. Soy tan obediente que me alegraría si murieses, porque así me lo has pedido. A veces me ocupo de otras cosas; me imagino lirios floreciendo en las bocas de los perros callejeros; ensayo ironías y sarcasmos para arrojarlos entre la muchedumbre hambrienta de ofensas; abro los ojos muy bien para memorizar las partes altas de los edificios; visualizo niños muertos y accidentes de tránsito en cada calle que camino. Y puede pasar un día, una semana, dos y una estación entera, y luego regresas de nuevo, como esta canción que me persigue desde el insomnio de ayer. Debería buscar algo en mí que me preocupe, como un dolor en la columna, un “amor” no correspondido, un cansancio ocular, una enfermedad venérea o algo así; u ocuparme de mi piel que se irrita cada vez más fácilmente con la radiación solar. Tal vez debería inventarme un trastorno mental grave para no recurrir a ti.


La Santita
(La muerte chiquita/Café Tacuva)

La primera noche esperé, oculto, a que tu sombra se diluyera en la esquina. Eran las dos de la mañana y apenas podía sacar mis manos de la gabardina a causa del frío. Imaginé que tu rostro a la intemperie dibujaría una contracción hechizante, casi agónica; una especie de máscara utilizada en los momentos de mayor placer. Sólo lo imaginé; hasta ese entonces me había sido prohibida la visión de tal milagro. Deposité una flor intacta en la cornisa, al pie de la puerta de tu casa. Deposité flores durante 25 días a las puertas de tu casa, a las cuatro de la mañana.

Todas esas 25 noches regresaba a mi hogar y me encontraba de frente con el altar. Una mesa de madera apenas cubierta por un mantel roído; flores de cempasúchil en los bordes, veladoras, vasos con agua y panes duros. En medio, incólume en su sonrisa y encerrada en las reflexiones de su oficio, la Santa Muerte. Es a ella a quien le pedía tus favores. Yo sabía que si no me otorgabas tu más preciado tesoro en el lapso de un mes, todos los días escucharías el llanto de un niño al irte a la cama. Tal era su poder. En busca de tus dulzuras cumplía religiosamente con la novena: A la santita le gustan mucho los chocolates. Le compraba del Carlos V cuando tenía dinero, y cuando no, del Tin Larín. El último fin de semana redoblé esfuerzos y le puse su buena dotación de Toblerones. También estaba consciente que si la santita me concedía mi petición, se iba a cobrar con una vida. Por eso había recogido una perrita de la calle y la tenía allí amarradita con un cordel, junto al altar. La muy ingenua me movía la cola alegremente cada vez que me veía, y creo que hasta me agarró harto cariño. Ahora que lo pienso, pudo ser esa perra la que se comía los chocolates, y no la santita. Pero no; tuvo que ser la Muerte porque todos los días, por las mañanas, le limpiaba las comisuras de sus labios, y podría jurar que estaban manchadas. Además, bien que me cumplió. Al término de las cuatro semanas tú y yo ya andábamos haciendo extrañas figuras en la cama, provocando que las sombras de nuestros brazos y piernas emularan la silueta de la mismísima diosa Kali en pleno ajetreo. Por cierto que la perra siguió moviendo la cola, ora al lado de la cama, ora a la puerta del baño, mientras nosotros nos dedicábamos a lo nuestro. La Santita se llevó a mi madre, pero bueno, a uno nunca le explican bien eso de la tasa de interés…

Escrito por Pável, 1:45 AM

9 de Mayo 2002

Ideas y canciones: Tamayo

Tamayo
(Night in Tunisia/Dizzy Gillespie-Frank Paparelli*/We are not alone-My guitar wants to kill your mama/Frank Zappa*Time/Joe Satriani)


Llegué corriendo en el último tren y corriendo entré al último café del centro de Tlalpan. Habían comenzado ya, pero los rostros del interior aún se encontraban mustios. “Es que no ha llegado la saxofonista” me comentó la mesera cuando me sirvió el vaso de naranja. Y sin saxofón, ¿qué puede hacerse? Estaban tocando, sí, y los vasos sobre las mesas evidenciaban un leve ajetreo, diría que como de unos cuatro grados en la escala de Richter. Pero el grupo estaba incompleto. Y a pesar de que todos sabemos, existen hombres que son un conjunto de jazz por sí mismos, también intuimos que cuando los instrumentos quieren dialogar necesitan interlocutores. Y este grupo quería hablar. El bajo, la guitarra y las percusiones miraban impacientes hacia fuera, y recelosos a los comensales. El viejo de la mesa de al lado, con su parche de pirata en el ojo derecho me espetó amargamente: “No llegará. Tarde es”. Y le temí. Pero el guitarrista (¿o la guitarra?) comenzó a murmurar algo. Todas las miradas se clavaron en esos dedos recorriendo el puente; las suelas de los zapatos cobraron velocidad al golpear el piso, y el humo de los cigarros se condensaba para escuchar ya no un murmullo, sino una invitación de las cuerdas a la risa loca y antisolemne. Prodigio digital: Los dedos se difuminaban ante la vista, warawí, warawá. Por un momento pensamos que todo el montaje era un vil playback, pero proveniente del guitarrista que no dejaba de mover sus labios, imitando las notas que sus manos emitían. Temí que los dedos desaparecieran en cualquier momento, pero la gente comenzaba a entusiasmarse y nadie parecía darle importancia a tan vital asunto: ¿A dónde irían a parar esos dedos? Nadie, excepto el viejo pirata: “¿Crees que eso es velocidad?”, me soltó, “todavía te falta ver cosas, muchacho. Y te recomiendo que dejes de mirar esos dedos.” Le miré intrigado. Su respuesta: “¿Cómo crees que perdí el ojo?”

El bajo reaccionó. Pero de repente, a las nueve cuarenta y cinco de esa cálida noche de primavera, las puertas del café Tamayo le dieron la bienvenida al rayo de sol. Apurada pero radiante, la saxofonista se disculpó sin hablar, con una sonrisa, y por supuesto que todos le perdonamos. Los instrumentos no se detuvieron; la conversación había iniciado, y era menester que el recién llegado se les uniera fuerte y claro. La chica se puso en medio de los tres; miró a la guitarra, luego a la batería; giró la cabeza buscando el bajo, sonrío al escucharlo tras de sí; la máquina de los capuchinos enloqueció desesperada; en el mezanine todos se pusieron de pie, y las luces de los automóviles estacionados afuera comenzaron a parpadear. Era una chica tan bajita, que no sabíamos si ella cargaba al saxo o al revés… y ¿esos pulmones le harían hablar? Movía la cabeza esperando para opinar… la batería ya ocasionaba tres accidentes viales en el periférico y la gente comenzaba a sudar… hasta que el bajo le dio entrada; los labios de ella se unieron a los labios del saxo y cuando comenzó, nos pusimos de pie todos, perdimos el control de nuestras manos y comenzamos a golpear las mesas con nuestros dedos; atrás alguien gritó:

¡¡¡¡PUTA MADRE SE VAN A MATAR!!!!

El cristal de las ventanas voló en pedazos; los parquímetros afuera se doblaban ante los empates de la batería; el guitarrista sacó la risa de maniaco que siempre le ha caracterizado y la chica del saxo nos hacía decir: ¡OOOOOOOOOH! ¡AAAAAAAAAAAAAAAAAH! mientras caían los cuadros, las sillas, y los peluquines, y mientras un borrachín antes tirado, antes dormido, era presa del baile de San Vito. Cuando los timbales comenzaron a rebotar en las paredes, pasando peligrosamente junto a nuestras cabezas, nuevamente el elegante bajo agradeció a todos y permitió que la última en hablar en aquella inolvidable improvisación fuese la dama. Cuando todos estallamos en vítores y aplausos, arriba de nuestras mesas, supimos que nadie había sentido tanta felicidad desde el estreno de 1812, de Tchaikovsky.

Y el guitarrista gritó: “¿Quieren una de Satriani? “


Voy todos los viernes y sábados al café Tamayo, en mi silla de ruedas, a escuchar jazz.

Escrito por Pável, 11:35 PM