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9 de Mayo 2002

Ideas y canciones: Tamayo

Tamayo
(Night in Tunisia/Dizzy Gillespie-Frank Paparelli*/We are not alone-My guitar wants to kill your mama/Frank Zappa*Time/Joe Satriani)


Llegué corriendo en el último tren y corriendo entré al último café del centro de Tlalpan. Habían comenzado ya, pero los rostros del interior aún se encontraban mustios. “Es que no ha llegado la saxofonista” me comentó la mesera cuando me sirvió el vaso de naranja. Y sin saxofón, ¿qué puede hacerse? Estaban tocando, sí, y los vasos sobre las mesas evidenciaban un leve ajetreo, diría que como de unos cuatro grados en la escala de Richter. Pero el grupo estaba incompleto. Y a pesar de que todos sabemos, existen hombres que son un conjunto de jazz por sí mismos, también intuimos que cuando los instrumentos quieren dialogar necesitan interlocutores. Y este grupo quería hablar. El bajo, la guitarra y las percusiones miraban impacientes hacia fuera, y recelosos a los comensales. El viejo de la mesa de al lado, con su parche de pirata en el ojo derecho me espetó amargamente: “No llegará. Tarde es”. Y le temí. Pero el guitarrista (¿o la guitarra?) comenzó a murmurar algo. Todas las miradas se clavaron en esos dedos recorriendo el puente; las suelas de los zapatos cobraron velocidad al golpear el piso, y el humo de los cigarros se condensaba para escuchar ya no un murmullo, sino una invitación de las cuerdas a la risa loca y antisolemne. Prodigio digital: Los dedos se difuminaban ante la vista, warawí, warawá. Por un momento pensamos que todo el montaje era un vil playback, pero proveniente del guitarrista que no dejaba de mover sus labios, imitando las notas que sus manos emitían. Temí que los dedos desaparecieran en cualquier momento, pero la gente comenzaba a entusiasmarse y nadie parecía darle importancia a tan vital asunto: ¿A dónde irían a parar esos dedos? Nadie, excepto el viejo pirata: “¿Crees que eso es velocidad?”, me soltó, “todavía te falta ver cosas, muchacho. Y te recomiendo que dejes de mirar esos dedos.” Le miré intrigado. Su respuesta: “¿Cómo crees que perdí el ojo?”

El bajo reaccionó. Pero de repente, a las nueve cuarenta y cinco de esa cálida noche de primavera, las puertas del café Tamayo le dieron la bienvenida al rayo de sol. Apurada pero radiante, la saxofonista se disculpó sin hablar, con una sonrisa, y por supuesto que todos le perdonamos. Los instrumentos no se detuvieron; la conversación había iniciado, y era menester que el recién llegado se les uniera fuerte y claro. La chica se puso en medio de los tres; miró a la guitarra, luego a la batería; giró la cabeza buscando el bajo, sonrío al escucharlo tras de sí; la máquina de los capuchinos enloqueció desesperada; en el mezanine todos se pusieron de pie, y las luces de los automóviles estacionados afuera comenzaron a parpadear. Era una chica tan bajita, que no sabíamos si ella cargaba al saxo o al revés… y ¿esos pulmones le harían hablar? Movía la cabeza esperando para opinar… la batería ya ocasionaba tres accidentes viales en el periférico y la gente comenzaba a sudar… hasta que el bajo le dio entrada; los labios de ella se unieron a los labios del saxo y cuando comenzó, nos pusimos de pie todos, perdimos el control de nuestras manos y comenzamos a golpear las mesas con nuestros dedos; atrás alguien gritó:

¡¡¡¡PUTA MADRE SE VAN A MATAR!!!!

El cristal de las ventanas voló en pedazos; los parquímetros afuera se doblaban ante los empates de la batería; el guitarrista sacó la risa de maniaco que siempre le ha caracterizado y la chica del saxo nos hacía decir: ¡OOOOOOOOOH! ¡AAAAAAAAAAAAAAAAAH! mientras caían los cuadros, las sillas, y los peluquines, y mientras un borrachín antes tirado, antes dormido, era presa del baile de San Vito. Cuando los timbales comenzaron a rebotar en las paredes, pasando peligrosamente junto a nuestras cabezas, nuevamente el elegante bajo agradeció a todos y permitió que la última en hablar en aquella inolvidable improvisación fuese la dama. Cuando todos estallamos en vítores y aplausos, arriba de nuestras mesas, supimos que nadie había sentido tanta felicidad desde el estreno de 1812, de Tchaikovsky.

Y el guitarrista gritó: “¿Quieren una de Satriani? “


Voy todos los viernes y sábados al café Tamayo, en mi silla de ruedas, a escuchar jazz.

Publicado por Pável 9 de Mayo 2002 a las 11:35 PM