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4 de Noviembre 2004

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Puebla

Estoy tomando las llaves y salgo a comprarme una navaja, son las cinco de la tarde y el sol aún cae a plomo. Recorro unos cuantos metros desde la puerta del hotel y comienzo a percatarme de que la gente de este lugar es gris como las calles. Enfrente hay una plaza que parece abandonada y sucia desde fuera, y entro a ella por pura inercia. Adentro es muy diferente; están vendiendo dulces multicolores y chocolates, lazos, flores artificiales, ropa y artesanía, joyería de plata y comida. Están vendiendo aire fresco y vitalidad. En el centro de la plaza hay un quiosco de tonos azules y esmeraldas. Mientras me dirijo hacia él recuerdo que al cerrar la ventana de mi habitación para disponerme a salir una joven me observaba desde un balcón del edificio de enfrente; mi reacción inmediata fue correr las cortinas y ocultarme. Me eché a reír después como loco porque huía de absolutamente todas las personas, hasta de aquellas para las cuáles yo sólo podía representar un rostro extraño, que jamás se volvería a ver. He comprado dos docenas de rosas por el mismo precio con el mismo que en M. compraría una sola, y este acontecimiento se me figura tan bizarro que he bajado a comprar otras cinco docenas más.

Me duelen los ojos. No he dormido en tres días, pero supongo que el dolor se debe a que he venido a la ciudad de Ángeles, a ver gente, a ver historias, y hasta el momento los rostros se han escondido de mí. Razoné que si conseguía terminar con mi tratamiento espiritual, si conseguía desintoxicarme por completo, si lograba por fin olvidarte, mi cuerpo podría convertirse en un excelente conductor de la belleza; tú y las flores más hermosas podrían pasar a través de mí sin alterar ni un ápice su esencia. Pero ahora estoy en el quiosco, en una plaza de una ciudad lejos de ti. Camino y sigo preguntando por navajas, mientras un televisor proyecta un partido de futbol y otro a su lado las noticias de la tarde, en donde se reporta un enfrentamiento a tiros entre judíos y palestinos, se nos recuerda la terrible sequía que estamos viviendo y se nos informa del asesinato de un niño a manos de otro en uno de esos países ajenos al nuestro. Obviamente, me quedo pensando en los 46 y los 52 grados centígrados que se han detectado en otros estados de la República, pero después me distraigo pensando que hace falta alguien en este momento para tomarme las fotografías. Quiero una foto en el quiosco, y me veo obligado a pedirle a este calvo desconocido que me la tome.


Regreso al hotel porque oscurece. Ahora, mientras escribo esto para ti, me encuentro admirando el reflejo de mis rosas en los seis espejos que posee la habitación; tengo cientos de rosas, y si me inclino para observar en el ángulo adecuado las flores se multiplican hasta el infinito. Ni el más prominente de todos los santos, ni la más venerada de todas las vírgenes, ni el altar mayor más formidable de todos los templos barrocos tiene tantas flores como mi habitación. Y es que me encuentro construyendo precisamente eso: Un altar para mi presente vida; no tengo con quién hablar y necesito ocuparme en algo para no pensarte. Si al menos supiera un poco más sobre flores...

Cuando me dispongo a ordenar el escenario de mi habitación para tomar algunas fotografías a las rosas, escucho que alguien pronuncia mi nombre afuera en los pasillos. Me asomo por el agujero de la puerta, pero no hay nadie; la voz se apaga. Sigo acomodando las flores en la cama y ahora escucho risas. Tengo únicamente dos vasos y ambos demasiado angostos como para meter flores. Tomo los botes de basura, los lleno de agua y tengo resuelto el problema. Enciendo y apago luces y muevo espejos; busco tonalidades que me permitan transmitirte la irremediable serenidad que me provoca el haberme despojado de todo. Ahora me estoy imaginando todas las maneras en las cuales siempre quise morir bajo mi propia mano. Definitivamente me ha convencido la opción de la tina; hacía mucho tiempo que no disponía de agua caliente, y, sobre todo, hacía mucho tiempo que no podía disfrutarla. Tomo algunas fotos de las rosas cubriendo la cama y la alfombra; luego tomo la fotografía del inodoro floreciendo. Entonces lleno la tina de agua caliente, me siento a un lado y comienzo a deshojar las rosas y arrojar los pétalos sobre el agua caliente, hasta que la bañera se cubre totalmente. Me meto en la tina, cierro los ojos y deslizo la navaja sobre las venas de mi mano derecha; el rojo de mi sangre colabora con los pétalos flotantes y me quedo dormido. Después de varios días sin dar señales de vida, el personal del hotel abrirá la puerta de mi habitación y lo primero que sentirá será un intenso aroma a rosas; caminará sobre los pétalos que se han quedado sobre la alfombra, y que todavía no han perdido su vitalidad; entrarán al baño y encontrarán el inodoro floreciendo y después me encontrarán durmiendo en la tina. El espectáculo de mi muerte será un descubriendo tan agradable que será indigno de figurar en las nota roja de la mañana, o en los periódicos sensacionalistas.

Ese es en esencia el plan, pero resulta que yo necesito salir en las fotografías de la preparación del ritual, y no tengo quien me ayude. Observo el reloj y decido que en una ciudad tan grande como ésta la noche apenas comienza, así que tomo el abrigo (¡cómo disfruto salir con abrigo!) y salgo a caminar mientras pienso en cómo resolver mi problema. Recuerdo que al entrar a la ciudad pasamos junto a un templo gótico, y hacia allí me dirijo. Cuando llego hasta su fachada levanto lentamente la vista hasta sus agujas de piedra, el vértigo ancestral me recorre el cuerpo cuando alcanzo a comprender que este templo no debería estar en este sitio, ni su nave dirigida hacia este punto cardinal, y entonces comprendo que su construcción ha sido una grave blasfemia, una terrible maldición encubierta que cierne su sombra sobre los habitantes del lugar, y es por eso que sus rostros, oscuros y ausentes, carecen de dolor y de remordimiento ante la vida. Cuando mi mirada se encuentra al nivel de la puerta nuevamente, desvío mi rostro hacia la izquierda, y en la esquina, apoyada en la columna y con la mano acariciando la piedra, una mujer sonríe y me mira invitándome a llamarla, a darle un nombre. “Te llamas Alma y vas a asesinarme”.

Publicado por Nôd 4 de Noviembre 2004 a las 09:01 PM