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13 de Noviembre 2003
Escuela Primaria Mario Aburto Martínez
Hace unos días tuve una cita en la ciudad de Morelia, con Mónica. Ella participaba como competidora en el Festival Internacional de Cine de Morelia y viajaba en avión desde Mérida. Yo la alcanzaría en autobús.
Aconteció que en la terminal de autobuses de Observatorio en la ciudad de México me equivoqué de transporte.
La pifia no fue del todo mía. Había quedado con Moni verla en el aeropuerto de Morelia a determinada hora, y apenas estaba saliendo a tiempo de la ciudad de México. Con la prisa no me detuve a leer el destino del transporte; pero al abordarlo le pregunté a la señorita que nos rompe los boletos si el autobús iba a Morelia. La susodicha señorita estaba charlando feliz de la vida con una compañerita suya, y sin mirarme siquiera me respondió efusivamente sí, sí. Además de romper mi boleto me rompió la planeación.
No es la primera vez que llego a un destino no deseado. Curiosamente las dos veces que me ha sucedido esto ha sido en el Estado de México. Porque el autobús que en esta ocasión no me llevó a Morelia me arrojó a un lugar llamado San Felipe del Progreso, en el Estado de México, población que dudo mucho esté en el mapa: Su terminal de autobuses es una serie de jacales y las corridas hacia Toluca o el DF son únicamente dos veces al día. Con la benevolente paciencia y escrupulosa meticulosidad que me caracteriza, le expliqué al chofer de qué se iba a morir si yo no estaba en Morelia a las 7 de la tarde. No se preocupe güerito; ahorita lo dejo en la terminal más cercana. Allí hay corridas a Morelia cada 5 minutos. Le agradecí al tiempo que le solicité, sugerí e ilustré hórridos escarmientos para la rompedora de boletos. También se mostró comprensivo en este punto y confesó que era la segunda vez que le sucedía esto, con la misma persona. Sus palabras diluyeron la última sensación de responsabilidad que había en mí ante la pendejez cometida. Qué bonita es la psicología social.
El caso es que el chofer me llevó a la terminal más cercana, que resultó estar en la mítica ciudad de Atlacomulco. Esperaba toparme con una urbe moderna, aseada, llena de pujanza y alegría. Al menos el Gobernador del Estado de México se la pasa pregonando sus logros un día sí y el otro también (¿tendrá que ver esta conducta con aspiraciones presidenciales? No creo, se ve tan desinteresado el hombre )
Oh sorpresa. Si bien es cierto que no conocí a profundidad Atlacomulco, los 20 minutos que estuve por ahí me dejaron la misma impresión que me han dejado otros sitios en el Estado de México: Gran industrialización, pobre calidad de vida. Calles tristes y sin pavimentar; polvo, chimeneas; más autopistas que árboles. La mentada terminal de autobuses de Atlacomulco era un área de 100 metros a un lado del mercado, donde humanos, perros y gallinas se divierten toreando a los autobuses que maniobran en tan limitado espacio.
Eso sí: Como un grupo de cuates son los dueños del Estado (dicen las malas lenguas), pues se agasajan entre ellos poniéndole sus nombres a las cosas: Avenida Carlos Hank González, Fraccionamiento Carlos Salinas de Gortari, calles Alfredo Del Mazo, Ignacio Pichardo Pagaza a Miguel de la Madrid le hicieron el feo, pero alcanzaron a ponerle su nombre al mercado de Atlacomulco. Lo juro.
Que lástima que nunca seré Gober, porque sería divertido encontrar relaciones entre los sitios y los nombres de mis cuates, lo cual debe ser todo un arte: ¿Terminal Aérea Pablo Hernández? ¿Avenida Russell González? ¿Centro Universitario JZ Cortazar? ¿Museo de Arte Contemporáneo Vanessa Rivero?
¿Central de Abastos Luis Alcocer Guerrero?
Los clásicos: Escuela Primaria Mario Aburto Martínez y Escuela de Manejo José Feliciano.
Publicado por Pável 13 de Noviembre 2003 a las 08:05 PM