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31 de Agosto 2006

La cantidad (5)


20 de noviembre de 2017.
Ciudad de México.

Este transitar consiste tal vez en regresar siempre a los mismos lugares por caminos diferentes. En decir las mismas cosas con palabras distintas. El tiempo entonces es el transcurso en el cual luchamos por encontrar estos caminos diferentes, estas palabras alternativas, para terminar llegando al mismo sitio. Como si nuestro centro de gravedad fuese un agujero negro que nos atrajera desde cualquier lugar a nuestro punto de inicio.

Nos gusta perdernos porque al hacerlo nos convencemos de que existe un camino de regreso. La nostalgia es el principal motor de la distancia.

Sólo así me explico encontrarme tantas veces aquí. O es que quizá no sepa llegar a ningún otro sitio y este retorno sea un signo de mi incapacidad. Como sea, me alegra que mi principio y mi fin sea este lugar que nunca se agota, que tiene mil caras y al mismo tiempo jamás se inmuta.

El Zócalo.

Las calles que en él desembocan. Madero, Cinco de Mayo, Moneda, 20 de Noviembre.

Hace años.

Me largué una noche de 15 de septiembre. Y estaba en este lugar precisamente, pero no presencié nada. Ahora sé que aquélla noche se recuerda como “La Toma de Palacio Nacional”. Pero yo no vi nada. Sólo recorrí el lugar como a las once de la noche, llovía me acuerdo. Era la fiesta nacional, pero esa noche no había comida, ni confeti, ni globos, ni mariachis, ni fuegos artificiales. Había una muchedumbre esperando con tensa calma el arribo del presidente. Había soldados en las azoteas, en los campanarios de Catedral.

Me pregunto por cuánto tiempo, por cuántos minutos me lo perdí. Debió haber sucedido a medianoche, porque a esa hora ya estaba en la Terminal del Norte. Sí, tuvo que ser a medianoche.

No vi nada pero me lo puedo imaginar: La turba enardecida derribando las puertas de Palacio, los soldados intentando contener, la toma del edificio. El incendio. Los campanazos que, dicen, duraron toda la noche.

Mientras eso pasaba yo tomaba un autobús al norte. Me perdí. No quise saber nada. Encontré un refugio. Y no supe, te lo juro. Hasta dicen que hubo una guerra civil, que comenzó esa noche.

Yo no lo creo: El Zócalo está igual, dolorosamente igual.

¿Sabes? Toda mi vida me entrené fuerte para ser un cínico de primera. Era mi sueño dorado. Siempre quise ser un viejo cascarrabias; tener canas, arrugas, maldecir a los jóvenes, asustar a los niños desde mi lentitud. En unos días cumplo 42 y aún no soy viejo. Quizá he ganado camino en la amargura. Pero en esto de la hiel necesito un poco más de entrenamiento. Once años de vivir en las montañas y parece que no sirvieron. Necesito más sarcasmo. Entrenar, entrenar, entrenar.

Hasta que la próxima vez que venga al Zócalo no me acuerde más de ti.

Pero si una década de aislamiento no me dio la insensibilidad que necesito, ¿De dónde la voy a sacar ahora? ¿O cuánto tiempo más necesito?

¿Cuánto, cuánto, cuánto? Hasta ahora viví perseguido por la cantidad.

Lo único que saqué claro de mi escape fue una obviedad: Que los seres humanos son fundamentalmente buenos, pero increíblemente estúpidos. Que después de ellos, en la escala del Reino Animal estamos una especie inferior, los que somos fundamentalmente malos.

Y tremendamente estúpidos también.

Y como lo único cierto y constante es la estupidez, no hay manera de escapar, aunque uno se vaya a las montañas o en medio del océano. Por eso es mejor ponerse este sombrero de copa, esta nariz roja, salir a payasear. Festejar el desencanto.

Escapar y volver, volver y escapar. Es como olvidar y luego, por medio de un mecanismo minúsculo, por medio de un accidente nimio, recordar súbitamente. Porque te juro que no pensé en ti ni un solo segundo cuando estuve afuera. Ni siquiera me largué escapando de ti. Únicamente ahora, cuando todo recobra su color, hubo quizá un tono que me recordó los tuyos. Tus azules, tus rojos, tus magenta.

¿Regreso y lo primero que recuerdo en el Zócalo, como una bofetada, es a ti caminando bajo la bandera, lejos, sin mirarme? ¿La ciudad más hermosa fue construida en medio de un lago, fue destruida y vuelta a levantar, sólo para recordarte?

Estúpidos aztecas, estúpidos españoles, estúpidos lopezobradoristas. Estúpidos terremotos. ¿Por qué no acabaron en su momento con todo esto?

Me pregunto si hay un lugar al que tú siempre retornas también. Seguro lo tienes. Entonces me pregunto si eres consciente de cuál es ese lugar. Tu principio y tu fin. Desde donde siempre partes y al cual tu organismo desea regresar.

Lo melancólico del asunto es que tu lugar no es el mismo que el mío.

Me pregunto si está bajo nuestra voluntad escoger nuestro lugar y nuestro momento.

He visto a esta plaza llenarse y vaciarse infinidad de veces. Cuando se llenaba, nadie podía ponerse de acuerdo respecto a la cantidad. Que si veinte mil, que si doscientas mil, que si un millón de personas le cabían. Y a mí sólo me importó el número uno. Una persona.

Dije que este lugar no se inmuta. Me equivoqué. No deja de hundirse. Quizá también quiere regresar a su lugar original: El lago donde fue descubierto hace más de cinco siglos.

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1 de mayo de 2006.
23.24 hrs.
Ciudad de México.

El artefacto en mi mano disparó hoy por la tarde tres veces y obtuve tres fotografías diferentes. Estoy sentado bajo el asta de la bandera, observando ahora una de las tres imágenes en mi cámara digital. La composición me parece significativa.

Al centro sobre el templete, Marcos, el guerrillero que viniste a ver. A la derecha, un anacronismo: Dos banderas con la hoz y el martillo. Debajo de las banderas, una fracción de manta con la palabra “libertad”.

Abajo aparece mi nombre.

Detrás, el Palacio Nacional, la mítica Campana de la Independencia.

Arriba el cielo gris, el mismo que ha presenciado tantos disparates en estas tierras.

El que fue testigo de este día; de ésta que presiento es tu última vez en mi casa, en mi ciudad.

Publicado por Pável 31 de Agosto 2006 a las 05:52 AM