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1 de Diciembre 2004
Un afán didáctico
Jiangxi regresó a casa en la última y maravillosa tarde de verano. Un viento tibio la acompañó a través del bosque en su bicicleta, jugó con su falda y le impidió pensar en lo que había sucedido. Así que llegando a su habitación abrió las cortinas y se sentó a meditar frente a la ventana. No quería distraerse, pero la visión de los pájaros desesperados ante la puesta de sol le robó el aliento. La tarde era tan limpia que imaginó ver las montañas del este a la distancia. La naturaleza se confabuló para evitar sensaciones vanas. Siempre imaginó que al llegar este día conocería la tristeza verdadera, aquélla que contrastaría con la suave melancolía que caracterizaba a su carácter cotidiano. Pero no fue así para su sorpresa. En vez de esa tristeza profunda había una curiosa calma invadiendo sus sentidos, una extraña capacidad de disección y un afán didáctico irrefrenable.
(Debemos decir que precisamente aquel día, poco después de las cinco de la tarde, Jiang había terminado su primera relación de pareja; le había dicho adiós al primer hombre de su vida)
Se desnudó frente al espejo. Únicamente su primer amante conocía su cuerpo; ella sólo lo imaginaba. Nunca se había concebido a sí misma como una mujer hermosa simplemente porque no podía mirarse (y no queremos decir que Jiang tuviese algún problema con su vista; más bien es que Jiang era consciente del velo que proporciona la subjetividad ante nuestra propia persona). Así pues, tristeza no llegaste, se dijo Jiang, y esto me decepciona un poco. Pero, ¿qué tenemos aquí? Escudriñó su mirada y encontró una certeza: Supo que en su limitado mundo todas sus aventuras serían así; intensas, terriblemente coloridas en un principio, y al final un registro en blanco y negro en el archivo de la memoria. Este conocimiento tan temprano, lejos de provocarle desesperanza la llenó de seguridad. Había alcanzado por intuición un hecho que tal vez muchas mujeres ni siquiera aprehendiesen en el curso de su vida. Sintió a una mujer madura atrapada dentro de su cuerpo de 19 años.
Si supiese pintar (y aquí envidiaría a Wenzhou cuando le conociese) lo dibujaría todo. La tarde, el regreso a través del bosque, las aves, el sol cayendo, la mirada perdida de su primer amante, los ojos serenos de ella; pero sobre todo dibujaría su cuerpo y el secreto de las cosas que recién descubría. Aún así le gustó la idea y la quiso registrar como podía. Encendió la computadora y escribió: Los amores inútiles.
Por supuesto que no tenía la intención de escribir más que unas cuantas frases cada vez que sucediese algo; nada trascendental. Pero de repente se le ocurrió que siendo tan joven todavía su etapa de aprendizaje apenas iniciaba. Agregó la nueva palabra porque le agradó su brillo: Fábula. Quizá no aprendiese nada, tal vez a partir de ahora únicamente llevase el registro de una sucesión de contradicciones, de sinsentidos y futilidades. Porque después de todo, ¿qué enseñanza podría obtenerse de algo tan inútil como el amor?
Publicado por Pável 1 de Diciembre 2004 a las 04:07 PM