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9 de Febrero 2004
Subes
Subes al autobús, observas a la mujer que está sentada enfrente; es tan delgada que podrías atravesar su cuerpo únicamente con mirarla lo suficiente. Tiene ese aire triste y circunstancial que sólo tienen los condenados a vida, los desterrados de la nada que tienen como única misión un respiro. Tiene la misma mirada perdida del personaje que aún está en proceso de creación en la mente del escritor, del autor que no se decide si la mata en el tercer capítulo o en el cuarto o nunca; como si ella estuviera esperando que alguien por piedad le explique porqué tiene que salir de casa, tomar el transporte público, cargar con esa libreta, con ese bolígrafo, con ese libro, con ese teléfono; porqué tiene que vestirse de manera tal que exponga sus huesos y seduzca al que se regocija con apenas lo suficiente, con apenas lo digerible. Abre el libro y el título te permite construir un motivo; ¿está leyendo un capítulo sobre administración hotelera? Y ¿cuántos idiomas habla además de los que lleva puestos (el rostro y el cuerpo)? Lleva el cabello largo, negro y recogido, la piel morena y las manos tan estilizadas que podría cortar las cabezas de todo aquél que se atraviese en su camino sin las fórmulas de etiqueta adecuadas; y lo que alcanza a verse en su espalda, casi cubierto por un tirante ¿es un tatuaje o la huella de un golpe? De esta respuesta fundamental depende tu futuro, aunque podrías conciliar las dos posibilidades y suponer que sea lo que fuese es parte de un castigo inexplicable que a veces nos proporciona la vida, que apareció en su cuerpo una noche y que lo ha aceptado como se acepta el alba o el canto de un grillo. Imaginas que ella piensa demasiado en su propia perversión, que se concibe a sí misma como una especie de catálogo ambulante de todas las formas posibles en las que puede deformarse el amor; piensas en las posturas que ha podido permitirse gracias a su extrema delgadez y sonríes porque gracias a eso ahora sabes que ella no cambiaría su cuerpo por nada del mundo. Piensas que podrías perturbar la paz de su lectura con sólo rozarle el hombro o dejarle una nota en su regazo, pero no te lo permites porque asumes que eso es demasiado ordinario y más bien te guardas para ti que ella sabe que la estás deseando e inventando, y que esa tenue sonrisa que acompaña a su lectura significa que allí estás bien, a esa distancia, que no es el momento pero que está profundamente halagada de que la consideres digna de una fantasía. Si te atreves ahora ella podría fulminarte con una ceja, con un mueca o aún peor, con su indiferencia. Así que ahora ella le contesta a algún imbécil que la llama al teléfono; mientras tú pides la parada al chofer y desciendes sin esperar el cambio.
Publicado por Pável 9 de Febrero 2004 a las 11:15 AM