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16 de Octubre 2006

El día que invocamos al diablo en la cafetería

Hace exactamente diez años, el miércoles 16 de octubre de 1996, fundamos el Infausto Florilegio.

Creo que fue por aquella época cuando se me ocurrió escribir un ensayo con el objetivo de destruir la noción de amor en la civilización occidental. Una empresa ambiciosa por donde se vea, considerando que en esos tiempos yo ni siquiera sabía nadar. Bueno, todavía no sé.

El caso es que los demás también comenzaron a escribir, movidos por un extraño frenesí parecido al que lleva a los cocoteros a padecer de amarillamiento letal.

Tengo dos sospechas ominosas. Una, ninguno de nosotros ha dejado de escribir. Dos: No seremos recordados por eso en la historia de la facultad de psicología.

Para nuestro pesar, la leyenda negra siempre girará alrededor del día que invocamos al diablo en la cafetería.

Escrito por Pável, 12:00 AM

4 de Octubre 2006

La cantidad (y 6)

Interior de un autobús. Vaughan, Greater Toronto Area, Canadá.
Domingo 16 de abril de 2006. Cerca de la medianoche.

Para Cyn: Gracias por la postal.

El departamento de seguridad de los Estados Unidos debería cuidar más la imagen de sus bodegas en Toronto. Sus baños no tienen agua ni papel. Y apestan.

Entre otros asuntos, estas son las anécdotas que no le conté hoy, como se supone iba a contarle. Tantas cosas que iba a decirle y no le dije.

Lo primero que le iba a reportar era porqué me encontraba estos días en sus territorios. La respuesta era simple: El clima. Buscaba un clima idóneo para pensar. No se ría, usted bien sabe que en mi país estas fechas son cálidas, bochornosas y por ende, emocionalmente inestables. Yo andaba buscando cierta cantidad de grados centígrados donde mi cuerpo y mi cerebro se sintiesen cómodos para hacer preguntas. Nunca había pasado los abriles a temperaturas bajas, quería saber lo que era.

Contra mis planes heme aquí que al día siguiente de mi arribo estaba en esas apestosas bodegas, esperando la entrega de mi equipaje. Mis posesiones habían sido retenido por “razones de seguridad” en el aeropuerto de Chicago. Claro, el personal de la aerolínea me lo informó hasta que aterricé en Toronto, reportándolo como un “lamentable retraso”. Prometieron entregarlo a domicilio dentro de las 48 horas posteriores a mi llegada. Pero yo a esas alturas ya tenía un itinerario preciso e impostergable y no podía quedarme sentado esperando, amén de que “domicilio” fijo no tenía. Así que pedí el número telefónico de aquella bodega y estuve chingando todo el primer día hasta que me reportaron la aparición de mis pertenencias. Al siguiente día muy temprano las estaba recogiendo.

“Lamentable retraso”. Ja. Lo cierto es que los de seguridad hurgaron en el interior del equipaje y dejaron una nota disculpándose por el procedimiento “habitual y necesario desde el 11 de septiembre de blablabla…”
Si bien es cierto que yo podría pasar por sospechoso respecto a los encajuelados que fueron encontrados el mismo día de mi llegada, le aseguro que no tuve nada que ver con el asunto, aunque esas bonitas costumbres sean comunes en donde vengo.

Ese mismo día me encontré con usted en el metro Spadina. Era la primera cita. Como le dije yo tenía un lista mental de asuntos a tratar, de actualizaciones por hacer. Pero después del protocolo del saludo, de la presentación de cartas credenciales, usted me guió hacia la calle: “Por aquí vamos a salir, que no creo te interese conocer las instalaciones del metro”. Y a partir de esa frase mi lista de pendientes mentales se esfumó. Simplemente me limité a seguirla, o usted me hizo el favor de acompañarme por el perfecto trazado de las calles de Toronto. No sabría que mi silencio era una clave importante, sino hasta unos días después. Como usted suele ser un dulce, me llevó a una larga caminata a través de Queen y sus galerías; recorrido salpicado de intercambios insustanciales de mi parte (recuerdo haberle preguntado por sus caballerizas, sus canchas de tenis, los terrenos donde suele practicar polo). Fue precisamente al detenernos en un café cuando, antes de que yo le preguntara directamente su opinión sobre una ciudad tan ordenada, espaciada, planeada, limpia, lógica y bonita como la suya, usted me soltó: “Yo no podría vivir aquí” refiriéndose a su futuro. Supe que teníamos una coincidencia: Apenas era mi segundo día ahí y ya sabía que yo tampoco podría.

Yendo hacia el centro me acompañó a unas cuantas librerías; seguía siendo un dulce pero pronto mostró su lado perverso: Quiso extraviarme cuando nos dirigíamos a la universidad. “¿Qué no es hacia la izquierda?” pregunté, habiendo estudiado previamente el mapa de la urbe. “No me hagás dudar, que me despisto fácil” fue su malévola respuesta, para luego asentir y tomar hacia la izquierda sobre University Avenue.

Después de rodear el Royal Ontario Museum todavía en remodelaciones, usted buscó una señal de la naturaleza en el campus (una M formada por las torres de dos grúas). Acto seguido escogió unas bancas. Al deducir que nos sentaríamos supuse que era buen momento para contarle de una vez por todas mi lista de pendientes: Mis planes a futuro, mis cómicos desencuentros sentimentales, mis frustrados planes para asesinarla… pero claro, usted siempre oportuna me desactivó con otra frase: “Y… traje mate por si extrañabas”. Ahí me tenía de nuevo, cómodamente callado, mirándola sacar la hierba, el mate, el termo, la bombilla, presenciando su ritual cebador. Para mayor descaro, en ese instante me di cuenta que usted portaba una playera de Mafalda, hágame el favor. Hay gente así. Sobra decir entonces que durante la primera cita, no le dije prácticamente nada.

Al día siguiente partía para Montreal en el autobús mágico, pensando que al regreso tal vez podría hablarle de esos asuntos tan importantes, más lo que se acumulase en la semana. Pues bien, Montreal tampoco me proporcionó el clima que buscaba, a pesar de ser más fría que Toronto. Decidí continuar el viaje al norte, no sin antes visitar el Vieux-Port, perderme en el Barrio Chino y recorrer de pe a pa St. Cathérine, esa avenida tan interesante que reúne librerías y burdeles.

Llegué a la ciudad de Quebec a las dos de la tarde del día siguiente. Bajar del autobús, poner un pie afuera de la terminal y escuchar un grito de mi cuerpo, fue todo uno. El grito decía: “Aquí es”. Parecía una madrugada fantasmal: El cielo de ese gris metálico, perpetuo, que era la convicción de que nunca había salido el sol y de que nunca saldría por aquel horizonte. La llovizna como agujas de hielo buscando la piel; la niebla levantándose desde el Río San Lorenzo, prometiendo tragarnos a todos sin misericordia. ¿A todos? No había nadie en las calles.

“No sabés lo que es el viento aquí” me había dicho usted. Ahora quizá lo sabía parcialmente. Las ráfagas de aire enviaban las agujas hacia mi rostro; yo venía a la contra. Con notable esfuerzo subí la colina de la Cité, hacia los cañones. Una vez arriba descubrí una cosa más para incrementar el regocijo: En las calles había restos de nieve. Nieve en abril, ¿Sabe lo que es eso para un tropical desconsolado? Y todavía ni un rastro de personas en la calle. Reír se me hacía doloroso por el frío, pero sobra decir que me encontraba estúpidamente feliz. Una ciudad donde las lágrimas se congelan y caen en cristal me había sido regalada por unas horas.

Tengo que decir algo más acerca de esta ciudad etérea. Por supuesto, estoy y no estoy hablando de Quebec. Si uno visita Quebec durante los mismos días buscando lo que yo encontré tal vez se lleve un chasco. Porque la ciudad estaba afuera y adentro de mí. Apareció sólo gracias a la afortunada conjunción de las cosas simples, fue producto de un sortilegio fortuito. Quizá tuve que pasar por las bodegas apestosas. Quizá tuve que llegar mediante un autobús mágico. Quizá tuve que estar en el momento justo cuando usted decía sus frases precisas. Tal vez tuvimos que encontrar la “M” (¿Mate, muerte, misterio, Müns…?) y sacar la hierba; tal vez la bombilla tuvo que taparse en un par de ocasiones. Y tal vez, sólo tal vez, yo tenía que llevar todas esas cosas en la cabeza; esas confusiones, esos deseos, esas pérdidas, esas esperanzas. Esas maldiciones y esas alegrías. Entonces cada quien construye su ciudad eterna con esos elementos; le pone catedrales, castillos, un río, montañas, puentes y pasadizos; neblina y nieve a voluntad. Uno cierra fuerte los ojos poco antes de salir de la terminal y si todo se ha conjurado de manera apropiada la ciudad aparece.

Y uno la retiene en la realidad así como yo retuve a Quebec hasta que pude, tocando los muros de las casas mientras recorría las solitarias callejuelas; tomando el boulevard Champlain para internarme en Parc des Champs-de-Bataille a través de unas escaleras de madera, casi interminables. Atravesando el bosque hacia Sainte-Foy; el bosque en su inalterable belleza y soledad, a un lado del río San Lorenzo, el lugar donde las aguas se estrechan (¿Para abrazarnos? ¿Para confortarnos?). Saliendo hacia la Avenue Cartier y sentándome en una banqueta de la Rue Brown, frente a un montículo de nieve. Hasta darme cuenta de que casi no sentía las manos por el frío.

Fui a dar a un bar llamado Nelligan’s donde de inmediato fui acogido por los locales de una manera tan amistosa que me pregunté si esa gente no sería también el producto de una conjunción específica. Y con todas esas cervezas regionales, me quedé petrificado viéndoles reír y bailar; ya sabe, ese baile donde se entrelazan los brazos y se ponen a dar vueltas al ritmo de mandolinas, acordeones y violines; una danza que me pareció tan anacrónica como feliz. “Esta es la manera quebequense” me dijo la chica en cuya casa pasaría la noche; y luego “¿Por qué no bailas?” Y yo también me lo preguntaba, porque por primera vez en mi vida quería hacerlo, pero tenía la respuesta muy clara: Si en ese momento me levantaba y me unía al grupo corría el riesgo de quedarme ahí para siempre.

La misma chica, camino a su casa se atrevió ingenuamente a preguntar porqué me había gustado tanto ese día tan feo, con tanto frío, con tanta lluvia, con tanto viento y tan poca gente en la calle. El recorrido entonces estuvo lleno de esas lamentables peroratas que suelo escupir cuando alguien me pregunta sobre mis estados anímicos. Para su mayor desgracia le intentaba explicar todo con mi mísero francés. Ganas no le quedaron de hacer esas preguntas, supongo.

Si estuve más tiempo en ese lugar, para mí fue un solo y largo día; lo suficiente. Quizá tuve una pequeña vida alternativa ahí (hijas, nietas, una granja de patos, un hacha para cortar leña y melancolías). Pero una de estas mañanas, sin sentir cómo, estaba otra vez en Atwater, en Montreal, en el Magic Bus, en una cabina telefónica dejándole un mensaje, en Spadina de nuevo.

Ahí donde comenzó este día, mi última jornada en norteamérica; donde comenzó la segunda cita con usted, ¿recuerda? La cita que recién terminó hace unos minutos, cuando usted me vio abordar el autobús.

La segunda cita que inició de nuevo con saludos, protocolos, presentación de cartas credenciales, blablabla. Después se sabe bien a través de qué pasadizos y vericuetos me guió (“aquí opera la mafia rusa”, “allí están los iraníes”) hasta llegar a su habitación, la cual usted tuvo la gentileza de tenerla hecha un desmadre para hacerme sentir que sí, en efecto, yo soy una persona ordenada.

Y ahora ¿qué cree? Estoy sentado en el autobús de vuelta, pensando en todo esto, en lo que no le dije. En que pasará “mucho tiempo” antes de volverla a ver.

Lo que tenía que decirle.

No era nada importante, bien mirado. Todo se desvanece para dejarme una sola cosa en claro.

No la conozco mucho. Yo siempre creí que usted era tímida, por ejemplo. Creo que no lo es. Usted no me conoce mucho. Usted creía que yo no era tímido, y soy un monstruo de timidez.

Lo que me queda claro ahora es que no se necesita conocer tanto a las personas como para escogerlas y decir: Con ése, con ésa me quedo; tengo una amistad. Porque si lo piensa bien, nuestros amigos suelen ser una bola de neuróticos, viciosos, snobs, engreídos, intolerantes, borrachos e inestables; el común de los mortales pues. Y entonces mantener una amistad es una decisión racional, que se hace desde un compromiso constante, que se mantiene por una función de voluntad.

Aprendí que tengo este compromiso, y que no importa la cantidad de veces que podamos coincidir en una misma banca.

Mi mayor evidencia de nuestra amistad es ésta: Puedo quedarme callado con usted y no pasa nada; ni un solo rastro de incomodidad. Esta sensación tan agradable de no tener que hablar más de lo necesario. También la amistad consiste en eso: En tener la suficiente confianza como para no dar explicaciones. Y sospecho algo que me complace: Me siento tan cómodo en el silencio con usted porque nuestro idioma nativo es el mismo. Sólo con usted hablé nuestra lengua en este país multilingüe; sólo con usted tenía la certeza de cada palabra emitida. Aunque me haya hecho reír por horas cuando me salió con eso del molinete. Tal vez esto me permita practicar mis silencios. Porque cuando uno tiene la oportunidad hay que hacerlo: Callarse. Pero incluso para callarse uno necesita cierta confianza. Necesita con quién.

Así que le voy a enviar una solicitud oficial, papel membretado, sellado por nuestras respectivas embajadas: Por favor, nunca deje de pensar en nuestro idioma.

Se me ocurre que de aquí en adelante puedo planear así estos encuentros: Enlistar cuidadosamente lo que hay que decir para, llegado el momento, no decirlo.

Ahora si me permite, debo tomar un metro. Mañana un avión. Y regresar a casa a esperar el siguiente terremoto. (Algo está viniendo; el cielo es violeta, los perros aúllan sin control...)
......................

Pequeño glosario de términos algo turbios:

1. Playera = Remera
2. Desmadre = Quilombo
3. Molinete = Torniquete

Este capítulo incluye audio

Escrito por Pável, 10:43 PM