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4 de Diciembre 2003
Bendita inocencia
Si les ha pasado esto, espero que lo hayan tomado con una filosofía semejante o mejor. Reconstruyamos la escena.
Es la hora de la comida o de su descanso. Están sentados en la banca de cualquier parque de cualquier ciudad. Bueno, en el parque de su preferencia. Con las manos en los bolsillos, silbando. Hace un poco de frío; las nubes cerradas impiden el paso del sol, a pesar de ser mediodía. Se recrean en sentir la naturaleza a su alrededor; recorren con la vista el paisaje urbano: El humo de los autobuses, los pajaritos cayendo muertos por el smog, la publicidad cubriendo edificios enteros, los automóviles cazando peatones, los peatones cazando peatones, los carteristas trabajando, las abuelitas cruzando las avenidas, los perros dejando recuerdos sobre el asfalto, esos amables señores intentando llevarse un cajero automático
Están debajo de un árbol que les regala sombra. Las hojas caen en cámara lenta. Materia procesada de paloma cae en cámara lenta. A unos cuantos metros presencian la formación de un remolino de polvo que avanza en dirección a ustedes. El remolino les despeina un poco y les hace cerrar los ojos. Cuando los vuelven a abrir, frente a ustedes se ha detenido por casualidad una mujer (u hombre según sea el caso), una persona que se cubre el rostro para evitar el polvo. Contemplan a la persona. No es extremadamente bella, pero es agradable. Hay algo de familiar en su forma de cubrirse el rostro con la mano; algo de familiar en la manera como el viento atraviesa sus cabellos. Algo de familiar en la forma como levanta uno de sus talones y casi se sostiene únicamente en su pierna derecha.
Algo de familiar pero no saben qué. Hasta que el remolino pasa y la persona baja la mano dejando ver el rostro en su totalidad. Todavía no hay nada, pero ella levanta la vista, abre los ojos y su mirada recae directamente en ustedes. Ni ella ni ustedes, ni el diablo ni nadie sabe por qué; pero se sonríe mirándoles y se encoge de hombros. Se marcha. Sólo ha durado unos segundos, pero su gesto les ha atravesado el corazón, las vísceras y la glándula pineal. Lo que era familiar no eran fragmentos de ella, sino el conjunto, el resultado del conjunto: el gesto.
Como si de un balde de agua se tratara, una ráfaga de recuerdos les invade. Es el mismo gesto de aquella chica (o chico según sea el caso) que tanto les gustaba cuando eran unos críos, digamos de 12 años. El mismo gesto de esa persona un poco mayor que ustedes (digamos de 15) que les proporcionó el material suficiente para sus primeras fantasías platónicas o eróticas. Como si fuese un viejo rollo de película las imágenes se suceden una tras otra: Recuerdan las veces que platicaron con ella, las veces que la espiaron furtivamente, las veces que estuvieron a punto de decirle cuánto les gustaba y no lo hicieron; las veces que estuvieron a punto de robarle un beso sin atreverse. Y de repente una escena, una sola escena: Aquella ocasión cuando, sentados en una banca de parque (sí, como ahora), con un poco de frío, (sí, como ahora), en un día nublado y asquerosamente citadino de invierno (sí, como ahora, como ahora), se vieron con ella por última vez.
Cuando sus hormonas y sus nervios se confabularon en su contra para hacer de su lengua era un trapo inoperante. Cuando ella era una sonrisa radiante, unos dedos removiendo los cabellos del rostro, unos ojos por donde la vida se iluminaba. Cuando sin saber la razón se despidieron. Ustedes, con tristes balbuceos; ella, con enigmáticas frases:
Me hubiera gustado conocerte.
Me hubiera gustado conocerte. Ustedes se lo tomaron literal. Pero he aquí que, muchos lustros después, levantan la mirada y las hojas arriba se separan, las nubes sobre ustedes se abren y dan paso a un rayo de sol que les fulmina. Al cerrar los ojos lastimados por la luz, al escapar de la luz, se iluminan. Y comprenden.
Me hubiera gustado conocerte.
Me hubiera gustado conocerte.
Me hubiera gustado conocerte.
conocerte = follar contigo
Me hubiera gustado follar contigo.
Un desgarrador y largo no se escapa de sus labios. Los pájaros huyen aterrorizados; los autobuses detienen abruptamente su marcha; autos y peatones se paralizan; los ladrones dejan la cartera casi obtenida; las abuelitas inmutables siguen cruzando las avenidas; los perros acompañan el aullido con el suyo propio; el cajero automático es dejado en el pavimento
Su momento iluminador llegó tarde, pero llegó. Después de todo, ustedes nunca fueron ni tan feos ni tan torpes; quizá hasta tenían cierto encanto. Pero por enésima vez en la vida, hubiesen preferido que al menos una cosa en este país, esta certeza, hubiese llegado a tiempo.
Je.
JE.
Publicado por Pável 4 de Diciembre 2003 a las 11:58 PM